Creo que nací en mil novecientos
ochenta y uno. Quizás he pasado todos estos años aprendiendo cosas sinsentido
aparente y sinsaber quién soy. Sentado en el suelo, en Nebraska, junto a
músicos militantes de una corriente psicodélica encontré el sentido de los días
impares en el tercer año del nuevo milenio. Antes de acabar mi período de
escolarización obligatoria habitaba una región de sueños por venir y promesas
vanas: descubrí que la realidad era un vacío subyacente en la perfección ideal
de los conceptos sin vida: una jornada laboral convencional bastó para
mostrarme el caótico tapiz donde los resultados dan el valor final y el punto
sinsentido hacia otra etapa. Busqué en los márgenes del agua, quería salir de
ese vacío que engulle el tiempo libre de los oficinistas. A principios de los
noventa casi me ahogo en el Mediterráneo, escucho con atención la letra de una
canción en otro idioma de aquel tiempo. Entonces sólo conocía el lenguaje de
los niños que van en uniforme con mochilas cargadas de libros de texto,
aprendía las operaciones matemáticas más básicas y ponía atención a los
dictados para no cometer ninguna falta. Probablemente, casi sin darme cuenta,
he pasado la mitad de mi vida aprendiendo cosas sinsentido aparente y sinsaber
quién soy. No digo que ese tipo de cosas no tuviesen realidad, desarrollaban
aptitudes esenciales para desenvolverse mejor en la realidad del barrio y de la
calle. Busco el sentido de los días pares en la esencia atemporal de ejercicios
ficcionales.
lunes, 9 de marzo de 2015
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